Encuentran en Londres los posibles restos del «Hombre Elefante»

«The Elephant Man» fue un trágico espectáculo victoriano. Su esqueleto se conservó para investigar sobre su muerte, pero la ubicación de sus otros restos era desconocida hasta ahora.

Un biógrafo de Joseph Merrick, más conocido como «El hombre elefante», cree que se han descubierto los restos del hombre deformado 130 años después de su muerte en un hospital del este de Londres.

Según la BBC , el esqueleto de Merrick se conservó en el Royal London Hospital como un espécimen científico después de su muerte, pero su tejido blando había sido enterrado en otro lugar que no se conocía, al menos hasta ahora.

La vida de Joseph Merrick fue fascinante y trágica, ya que las extremas deformidades físicas que cubrían su cuerpo lo convertían en una curiosidad y en un paria social.

Merrick había nacido como un bebé sano y normal, pero a los cinco años comenzó a experimentar cambios físicos rápidos y espantosos. Entre las deformidades que sufrió estaban los labios hinchados, la piel color ceniza, un bulto gigante en crecimiento en la frente, pies anormalmente grandes y burbujas de carne por todo el cuerpo.

Los agonizantes cambios que Merrick experimentó se vieron agravados por el sufrimiento psicológico y emocional al ser rechazado por su apariencia. Se unió a un «Freak Show» itinerante después de que no pudo encontrar un trabajo normal, y se vio obligado a ganarse la vida en el espectáculo.

Finalmente, conoció al Dr. Frederick Treves, que trabajaba en el Hospital de Londres y pudo examinar de cerca la condición de Merrick.

A Merrick le diagnosticaron una afección cardíaca y sus deformidades aumentaron constantemente en todo su cuerpo. Encontró refugio en el hospital después de que su salud continuara deteriorándose, y vivió de las donaciones que el hospital recibió de simpatizantes.

Vivió sus últimos años pacíficamente al cuidado de los médicos hasta que murió el 11 de abril de 1890, a los 27 años. Los huesos de Merrick ahora se guardan en el Museo y Archivos del Hospital de San Bartolomé.


El hombre que se lo comía todo

Se llamaba Tarrare y nació alrededor de 1772. En la década de 1790 era un soldado del Ejército Revolucionario Francés, con un apetito casi inhumano. El ejército tuvo que cuadruplicar sus raciones pero, incluso después de consumir comida suficiente como para alimentar a cuatro hombres, todavía hurgaba entre las basuras engullendo cada pedazo de desperdicio que encontraba.

Lo más extraño de todo es que siempre parecía estar muerto de hambre. El joven apenas pesaba 100 libras y siempre parecía estar cansado y distraído. Mostraba todas las señales posibles de desnutrición, excepto, por supuesto, que estaba comiendo lo suficiente como para alimentar a un regimiento.

Algunos de sus camaradas solo querían verlo desaparecer, ya que no solo se fundía las raciones del ejército, sino que además olía terriblemente mal. Sin embargo, había dos médicos en el ejército, el Dr. Courville y el barón Percy y para ellos Tarrare era demasiado fascinante como para dejarlo escapar; querían saber quién era este hombre extraño que después de tragar ingentes cantidades de comida aún permanecía hambriento.

El extraño apetito de Tarrare lo acompañó durante toda su vida. Era completamente insaciable, tanto que cuando era adolescente sus padres, incapaces de pagar las enormes cantidades de comida que necesitaban para alimentarlo, lo echaron de casa. Entonces se convirtió en artista itinerante. Se unió a una banda de prostitutas y ladrones que hacían una gira por Francia, actuando mientras vaciaban los bolsillos de la audiencia. Tarrare era una de sus atracciones principales: el hombre increíble que podía comer cualquier cosa.

Su enorme y deformada mandíbula se abría tanto que podría verter una canasta llena de manzanas en su boca y sostener una docena de ellas en sus mejillas, como una ardilla. Tragaba tapones, piedras y animales vivos enteros, para alegría y disgusto de la multitud.

Según testigos presenciales:

«Agarró a un gato vivo con sus dientes, incluso lo tragó [o lo destripó], chupó su sangre y se lo comió, dejando solo el esqueleto desnudo. También comió perros de la misma manera. En una ocasión se dijo que tragó una anguila viva sin masticarla».

La reputación de Tarrare lo precedía a dondequiera que iba, incluso en el reino animal. El barón Percy, el cirujano que se interesó tanto por su caso, reflexionó en sus notas:

«Los perros y los gatos huyeron aterrorizados por su aspecto, como si hubieran anticipado el tipo de destino que estaba preparando para ellos».

Tarrare desconcertó a los médicos. A la edad de 17 años, pesaba solo 100 libras. Y aunque comía animales vivos y basura, parecía estar cuerdo. Aparentemente era un hombre joven con un apetito inexplicablemente insaciable.

Su cuerpo, como se puede imaginar, no era un espectáculo bonito. La piel de Tarrare tuvo que estirarse hasta niveles increíbles para acomodarse a toda la comida que pasaba por su garganta. Cuando comía, su abdomen se hinchaba como un globo. Pero poco después, se metía en el baño y soltaba casi todo, dejando atrás un desastre que los cirujanos describieron como «fétido más allá de toda concepción».

Cuando su estómago estaba vacío, su piel se hundía tan profundamente que se podían atar los pliegues colgantes de la piel alrededor de su cintura, como un cinturón. Sus mejillas caían como las orejas de un elefante.

Estos pliegues colgantes de la piel eran parte del secreto de cómo podía meterse tanta comida en la boca. Su piel se estiraba como una goma elástica, permitiéndole meter alimentos enteros dentro de sus enormes mejillas.

Pero el consumo masivo de tales cantidades de alimentos creó un olor horrible. Como los médicos lo redactaron en sus registros médicos:

«A menudo apestaba hasta tal punto que no podía soportarlo a una distancia de veinte pasos».

Siempre le acompañaba ese horrible hedor que se filtraba de su cuerpo. Su cuerpo estaba caliente al tacto, tanto que el hombre goteaba un sudor constante que apestaba a agua de alcantarilla.

Para cuando los médicos lo descubrieron, Tarrare había renunciado a su vida como artista secundario para luchar por la libertad de Francia. Pero Francia no lo quería.

Lo sacaron de las líneas del frente y lo enviaron a la sala de un cirujano, donde el barón Percy y el doctor Courville realizaron prueba tras prueba con él, tratando de comprender esta maravilla médica.

Sin embargo, había un hombre que sí creía que Tarrare podía ayudar a su país: el general Alexandre de Beauharnais. Francia estaba en guerra con Prusia y el general estaba convencido de que la extraña condición de Tarrare lo convertía en un mensajero perfecto.

El general de Beauharnais realizó un experimento: puso un documento dentro de una caja de madera, hizo que Tarrare se la comiera, y luego esperó a que pasara por su cuerpo. Luego hizo que un pobre y desafortunado soldado limpiara las deposiciones de Tarrare y sacara la caja para ver si aún se podía leer el documento.

Funcionó, y Tarrare recibió su primera misión. Disfrazado como un campesino prusiano, debía escabullirse a través de las líneas enemigas para entregar un mensaje de alto secreto a un coronel francés capturado. El mensaje estaría escondido dentro de una caja, y la caja dentro de su estómago.

Tarrare no llegó muy lejos. Tal vez deberían haber supuesto que un hombre con la piel tan flácida y un hedor putrefacto que se podía oler a kilómetros de distancia llamaría la atención al instante. Y además, como este supuesto campesino prusiano no hablaba alemán, los prusianos no tardaron en darse cuenta de que Tarrare era un espía francés.

Fue capturado, azotado y torturado durante todo un día. Al final, Tarrare contó a los prusianos lo del mensaje secreto escondido en su estómago.

Lo encadenaron a una letrina y esperaron. Durante horas, Tarrare tuvo que permanecer sentado allí con su culpa y su dolor, luchando con el remordimiento de haber traicionado a sus compatriotas mientras esperaba que sus intestinos se movieran.

Sin embargo, cuando finalmente lo hicieron, todo lo que el general prusiano encontró dentro de la caja era una nota que simplemente le pedía al destinatario que les avisara si Tarrare lo había entregado con éxito. Resultó que el general de Beauharnais todavía no confiaba lo suficiente en él como para enviarle con información real. Todo había sido otra prueba.

El general prusiano estaba tan furioso que mandó encerrar a Tarrare. Sin embargo, una vez que se hubo calmado, sintió algo de lástima por el hombre flácido que sollozaba abiertamente en su prisión. Cambió de opinión y dejó que Tarrare volviera tras las líneas francesas, advirtiéndole con una paliza rápida que nunca volviera a intentar un truco como este.

En Francia, Tarrare suplicó al ejército que nunca le hicieran entregar otro mensaje secreto. Él no quería seguir así, les dijo, y rogó al barón Percy que lo ayudara a ser un hombre como todos los demás.

Percy hizo lo que pudo. Le dio a Tarrare vinagre de vino, pastillas de tabaco, láudano y todos los medicamentos imaginables con la esperanza de calmar su increíble apetito, pero Tarrare se mantuvo igual de voraz.

Es más, estaba más hambriento que nunca. Ninguna cantidad de comida lo satisfacía. El insaciable Tarrare buscaba comida en los peores lugares posibles. Durante un desesperado ataque de hambre, fue atrapado bebiendo la sangre que les habían sacado a los pacientes del hospital e incluso fue pillado comiendo algunos cuerpos en la morgue.

Cuando un bebé de 14 meses desapareció y comenzaron a correr rumores de que Tarrare estaba detrás de eso, el Barón Percy se cansó. Se desentendió de Tarrare obligándolo a valerse por sí mismo a partir de entonces.

Sin embargo, cuatro años después, el barón Percy recibió noticias de que Tarrare había acudido a un hospital de Versalles. El hombre que podía comer cualquier cosa se estaba muriendo. Esta sería su última oportunidad de ver esta anomalía médica con vida.

El barón Percy estaba con Tarrare cuando murió de tuberculosis en 1798. Mientras estaba vivo desprendía horribles olores, pero nada comparado con el hedor que se expandió por la habitación cuando murió.

La descripción de la autopsia es poco menos que repugnante:

«Las entrañas estaban putrefactas, revueltas y sumergidas en pus; el hígado era excesivamente grande, carente de consistencia y en estado de putrefacción; la vesícula biliar era de considerable magnitud; el estómago, en un estado laxo, y con parches ulcerados dispersos a su alrededor, cubría casi toda la región abdominal «.

Su estómago, según descubrieron, era tan enorme que casi llenaba toda su cavidad abdominal. De igual forma, su garganta era inusualmente ancha, y su mandíbula podía estirarse tanto que, según los informes, «se podía introducir un cilindro de un pie de circunferencia sin tocar el paladar».

Tal vez podrían haber aprendido más sobre la extraña condición de Tarrare, pero el hedor llegó a ser tan abrumador que incluso el Barón Percy se dio por vencido. Los doctores detuvieron la autopsia a la mitad, incapaces de soportar un segundo más aquel hedor.

Sin embargo, habían aprendido una cosa: la condición de Tarrare no estaba en su mente. Cada cosa extraña que había hecho en su vida había comenzado con una necesidad biológica genuina y constante de comer. Todas las experiencias del pobre hombre habían sido dictadas por el extraño cuerpo con el que había nacido, que lo condenó a una vida de hambre eterna.

Las gemelas silenciosas

“Una vez fuimos dos / Las dos éramos uno / No fuimos más dos / Uno a través de la vida / Descansa en paz”.

Este es el poema que se puede leer en la lápida de Jennifer Gibbons. Su hermana gemela, June, lo escribió para despedirse de la que fue durante décadas su único interlocutor. Su sombra hasta que murió en extrañas circunstancias cuando ambas decidieron que una de ellas debía sacrificarse para que la otra pudiera tener una vida normal.

Las “gemelas silenciosas”, como se las conoce popularmente, nacieron el 11 de abril de 1963 en Barbados. Su padre, un técnico de la Fuerza Aérea británica, fue destinado a un destacamento en Gales, y la familia se convirtió en una ‘rara avis’ de un tranquilo pueblo, Haverfordwest, en el que los emigrantes brillaban por su ausencia.

Las hermanas eran inseparables y se comunicaban en una jerga que casi nadie entendía. Aunque su comportamiento ya era extraño, se volvió del todo anormal cuando empezaron a ir a la escuela galesa. Dado que eran las únicas negras de la clase y solo hablaban entre ellas en su propio lenguaje, fueron el blanco perfecto del acoso escolar, lo que las separó aún más del resto del mundo.

Como cuenta la periodista de ‘The Sunday Times’ Marjorie Wallace en su libro ‘The Silent Twins’, el ‘bullying’ era tal que las gemelas tenían que abandonar la clase antes de tiempo para no sufrir las burlas de sus compañeros a la salida de la escuela. En este tiempo, su lenguaje se volvió más extravagante, hasta que se separó casi por completo del inglés y se convirtió en ininteligible para el resto del mundo. Llegado un punto, las gemelas dejaron de comunicarse hasta con sus padres: solo hablaban con su hermana menor, Rose, que se convirtió en su única conexión con la realidad. Wallace fue, de hecho, una de las pocas personas que lograron hacer amistad con las gemelas pasado este tiempo, en los años ochenta.

Pero su desconexión comunicativa con el resto de la humanidad no era lo más sorprendente de las hermanas. Casi todo el mundo usaba la misma palabra para definir su comportamiento: “zombis”. Ambas efectuaban exactamente los mismos movimientos, como si estuvieran poseídas, y eran prácticamente indistinguibles. Diversos médicos trataron infructuosamente de entablar comunicación con las hermanas, o al menos entender qué pasaba por su cabeza, pero les ignoraban por completo.

A los 14 años, las hermanas fueron separadas en distintas escuelas para fomentar su socialización. El remedio resultó peor que la enfermedad: en cuanto no estaban juntas, entraban en estado catatónico.

Dado que resultaba imposible separarlas y no había forma de comunicarse con ellas, las gemelas tuvieron que quedarse recluidas en casa o, más bien, en su habitación, donde se pasaron años perfeccionando su extravagante relación pero también escribiendo, la única actividad que aparentemente realizaban por separado.

Sus diarios son la única forma de saber qué estaba pasando por su cabeza, y es algo escalofriante. “Nadie sufre como yo, no con una hermana”, apunta June en su diario. “Con un marido, sí; con una mujer, sí; con un hijo, sí; pero esta hermana mía es una sombra negra que me está robando la luz del sol, es mi único tormento”.

Jennifer, que nació 10 minutos después, veía a su hermana mayor como alguien más capacitado en todos los sentidos: más fuerte, más lista, más ingeniosa… Por su parte, June sentía la envidia de su hermana menor: “Ella quiere que seamos iguales. Hay un brillo asesino en sus ojos. Querido Dios, tengo miedo de ella. No es normal… alguien la está volviendo loca. Soy yo”.

Aunque nadie tiene claro en qué se basaba su relación, esta parecía sustentarse en el desprecio mutuo unido al miedo a que una de las dos matara a la otra, algo que, pensaban, podía acabar con ambas. “Nos hemos convertido en enemigos mortales”, asegura Jennifer en su diario. “Sentimos los molestos rayos mortales que despiden nuestros cuerpos, golpeando la piel del otro. Me pregunto a mí misma si puedo deshacerme de mi propia sombra, si es posible o imposible. Sin mi sombra, ¿moriré? Sin mi sobra, ¿obtendré una vida? ¿Seré libre o me dejarán morir? Sin mi sombra, que identifico con una cara de miseria, engaño y asesinato”.

Sus diarios no fueron el único medio en que las gemelas expresaron sus preocupaciones. Ambas representaron desde pequeñas intrincadas obras de teatro con sus muñecos, que solían grabar en cinta para regalárselas a su hermana. Pero, poco después de empezar a redactar sus diarios -cuando se los regalaron en las navidades de 1979, con 16 años-, comenzaron también a escribir novelas.

Las hermanas trataron por todos los medios de publicar sus historias en revistas, y enviaron sus textos a muchas editoriales, pero no tuvieron más remedio que autoeditar sus libros. Algo extraño, dadas las temáticas de los mismos. ‘Pepsi-Cola Addict’, obra de June, trata sobre un adolescente que es seducido por su profesor y enviado a un reformatorio donde tiene que combatir el acoso de un guardia homosexual. En ‘The Pugilist’, de Jennifer, un médico trata de salvar la vida de su hijo y para ello mata al perro de la familia para trasplantar su corazón; el espíritu del perro vive en el niño y, al final, se venga del padre. También de Jennifer es ‘Discomania’, la historia de una joven muchacha que descubre que la atmósfera de una discoteca de su pueblo inclina a los jóvenes a cometer actos violentos.

Quizá debido a su fracaso literario, las gemelas buscaron otra forma de llamar la atención menos etérea: se dedicaron a robar, intentar asfixiarse mutuamente y provocar incendios, una actividad que acabó sentándolas en el banquillo. El juez dictaminó que su conducta antisocial era peligrosa para la sociedad y las envío a una prisión psiquiátrica de alta seguridad, donde fueron diagnosticadas con esquizofrenia.

Las gemelas permanecieron encerradas en el Broadmoor Hospital 11 años, durante los cuales las atiborraron a fármacos antipsicóticos, lo que, claro está, acabó con su carrera literaria -aunque sí siguieron completando sus diarios-. Pese a que las hermanas se pasaban el día drogadas, se encargaron de hacer la vida imposible a sus captores. Había temporadas en que se turnaban para comer: una de ellas se atiborraba y la otra ayunaba por completo. Los enfermeros las castigaban separándolas en celdas distintas, y en extremos opuestos del hospital, y se las encontraban como congeladas en la misma posición durante horas. Pese a esto, ambas empezaron a comunicarse con otras internas, el personal del hospital y su familia.

Fue en estos años cuando Wallace hizo pública la historia de las gemelas y logró entrevistarse con ellas. En Broadmoor las hermanas le contaron que hacía mucho habían llegado a un acuerdo por el cual si una de ellas moría la otra debía empezar a hablar y llevar una vida normal. Durante su estancia en el hospital, comenzaron a creer que, necesariamente, una de las dos tendría que quitarse la vida y, después de discutir durante mucho tiempo, llegaron a la conclusión de que debía ser Jennifer, la hermana pequeña, la que se sacrificara.

“Marjorie, Marjorie, voy a tener que morir”, le dijo Jennifer a la periodista. Cuando Wallace le preguntó por qué, su respuesta fue clara: “Porque lo hemos decidido”.

En marzo de 1993, las gemelas, que tenían ya casi 30 años, fueron trasladadas a la Clínica Caswerl, un hospital mental de menor seguridad en Gales. Cuando llegaron allí, Jennifer no se despertaba. Los médicos la declararon muerta dos horas después. ¿La causa? Miocarditis aguda, una inflamación repentina y letal del corazón.

A día de hoy nadie sabe por qué murió Jennifer. En su día, el director de Broadmoor, Michael Morgan, aseguró que de haber estado alguna enferma no se habría transferido a las gemelas. La autopsia no reveló ningún signo de envenenamiento. Según June, Jennifer simplemente colocó la cabeza sobre su hombro, tomó su último aliento y le dijo: “Por fin estamos fuera”.

Wallace visitó a June unos días después. “Por fin soy libre”, le dijo. “Al final, Jennifer ha dado su vida por mí”. Casualidad o no, su muerte sigue siendo un misterio.

En la actualidad, June lleva una vida relativamente normal. Habla con la gente y se relaciona con su comunidad. En 2000 ofreció una reveladora entrevista a ‘The New Yorker’, en la que cuenta que quiere casarse y tener hijos con rastas, como Bob Marley. Desde 2008 dejó de recibir atención psiquiátrica y vive en su propia casa, cerca de sus padres, en el oeste de Gales.


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Murió por explotarse un grano

Aleksandr Skriabin fue un gran compositor y pianista ruso, considerado uno de los músicos más innovadores en toda la historia de la música.
Ya de niño apuntaba maneras. Como le fascinaban los pianos, se dedicaba a fabricarlos y luego los regalaba. También improvisaba y tocaba de oído siendo bien pequeño. En resumen, durante su carrera innovó mucho y fue un grande en lo suyo.
Pero también estaba como una regadera. Se metió en la teosofía, un movimiento esotérico raro que afirma tener una inspiración especial de lo divino por medio del desarrollo espiritual. Desvariaba afirmando que era más grande que Jesucristo e intentó emularle caminando sobre las aguas de un lago en los Alpes. El milagro acabó en chapuzón, y supongo que por poco no acabó también en pulmonía doble. El caso es que continuó predicando sus chifladuras a los del pesquero que lo rescató. Posteriormente proyectó la creación de una obra con muchos efectos especiales la cual, después de ser puesta en escena en el Himalaya, iba a provocar el colapso de la civilización y el surgimiento de un nuevo mundo. Un genio, sí, pero como un cencerro.
Y su muerte fue igual de extraña que su vida. Un buen día quiso reventarse un grano que le había salido en el labio superior, y lo hizo tan mal que el pus se internó en su torrente sanguíneo causándole una infección que acabó con su vida.
No deja de ser extraño, teniendo en cuenta que cada segundo millones de granos deben ser explotados en todo el mundo.

Esta historia la he descubierto en https://hipertextual.com